Comúnmente, nuestros recuerdos están perennizados en fotografías y son, para los nostálgicos, un tesoro invaluable que, algunas veces, saca de la penumbra uno que otro pasaje de la vida.
Aquellas fotos amarillas cuyos personajes veían realzadas sus expresiones por la ausencia de color y muchas veces el desenfoque de la toma, eran mis favoritas. Esos eran los recuerdos más estimados en la sesión, que, por temporadas, realizaba mi abuela. Quizá llevados por un instinto de supervivencia, los recuerdos asaltaban su memoria de cuando en cuando y era el momento en que ella abría el ropero para desmembrarlo y extraer cajitas de colores y baúles pequeños repletos de fotografías.
Sentada sobre su cama, frente a mi, iba mostrándome cada foto y con ella la reseña de los personajes, de sus vidas, de los que eran para ella, con alegría y tristeza, según sea el caso. Yo los conocía sin haberlos visto nunca e inventaba historias con ellos. Cuentos en los que el tío muerto resucitaba, en los que el abuelo nunca hacía sufrir a la abuela, en los que mi madre no conocía a mi padre o en los que mi casa seguía siendo la misma.
Años después, cuando veía poco a la abuela, la mayor parte de las fotografías fueron perdiéndose entre la desidia y las manos ansiosas de lo ajeno.
Cuando volví a casa de la abuela, su memoria no era la misma y su colección de fotografías se había reducido a la mitad. El alzheimer destruyó sus recuerdos y yo guardé las pocas fotos que quedaban. En ellas se construyen la vida entera de mi familia. La vida que mi abuela ya no recuerda. Por eso, de cuando en cuando sobre su cama, me siento a mostrarle las fotos. Le cuento de los personajes y de sus vidas; pero sobre todo, le digo que fue muy feliz.