Un horizonte claro y tranquilo lo esperaba cuando salió al patio. Se había puesto una chompa sobre el pijama, pues aunque la tarde aún se mantenía caliente, el viento había empezado a soplar. Levantó la mirada para ver el cielo que se extendía como una sábana celeste y las palomas apostadas en el filo del techo, que una a una empezaban su vuelo circular como una danza para complacer a su amo. Se acercó a una ruma de maíz seco y se agachó despacio, sintiendo que sus vértebras crujían. Se sintió una osamenta llena de bisagras sin engrasar. Lentamente desgranó las mazorcas amarillas y echó los granos al suelo, mientras las palomas se lanzaban sobre él. Nunca supo cómo creció tanto el palomar pero religiosamente alimentaba, todas las tardes, a las casi trescientas que habían ya.
Caminó hasta la reja de madera, desde donde se veían los eucaliptos a lo lejos, con las hojas zarandeadas por el viento, como una melena. A pesar de su apatía, decidió dar un paseo y al bajar las escaleras su perro se le unió rápidamente, moviendo la cola.
Avanzaron por el sendero de palmeras que atravesaba el huerto, de vez en cuando acariciaba la cabeza de Pepino, que se retorcía de gusto. El olor a ciruelo maduro le recordó el dulce que preparaba su madre cuando era niño y lo feliz que fue en aquellos árboles, saqueando sus ramas todos los veranos junto a sus primos. Nada era igual ahora, todos están muertos o viejos y viven en la ciudad. A los pocos que quedaban les pareció una locura el quedarse a vivir tan lejos y solo. Pero él nunca terminó de acostumbrarse a la ciudad.
Al final del sendero se extendían los cañaverales, algunos recién cortados y otros tan altos como paredes. Se quedó observando las hermosas olas verdes que se levantaban junto a él y que cubrían el puquial ancho y profundo que atravesaba su campo, de donde decían, salían los duendes a las seis de la tarde a llevarse a cuanta chiquilla guapa encontrasen sola por ahí.
Todo le pareció tan hermoso, que necesitó doblar las rodillas y sentarse para sostener su mareo. Así, siguió observándolo todo.
Como una melena de eucalipto zarandeada por el viento, se acostó lentamente, sin importarle que la grama dura y puntiaguda le pinchara la espalda. El vaivén del horizonte lo mecía como una balsa y con el vértigo de estar en el mar, sintió que una sábana celeste lo cubría como una mortaja, y sonrió.
Así lo encontró Pepino, quieto, frío y sonriendo, y se sentó a su lado a esperar que su amo le rascara la cabeza y poder retorcerse de gusto.
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