lunes, 16 de febrero de 2009

EL GUARDADOR DE RECUERDOS

Todo aquel que ame la poesía y tenga la suerte de visitar Portugal, tiene como parada obligatoria a Lisboa y toda la parafernalia donde vivió y escribió el gran Fernando Pessoa.

En Praça do Comerço, 3 - Lisboa, se ubica el café Martinho Da Arcada, lugar inaugurado en 1778 y que desde 1845 lleva su nombre actual. La concurrencia asidua de muchos intelectuales hicieron famoso a este lugar, pero el más recordado fue sin lugar a duda el poeta de los heterónimos. Desde su muerte, Pessoa fue el leitmotif del café y empezó a ser centro turístico de la ciudad. Este lugar aún conserva intacta la mesa, donde el poeta se sentaba a tomar el café de la tarde o a escribir algún poema, junto a unos libros y una taza, como si de repente su par de anteojos se fuesen a asomar por la puerta para tomar su lugar. Además, conservan en sus paredes, poemas escritos de puño y letra, caricaturas, fotos y recuerdos hermosos del paso de Pessoa por este mundo.
Me contaba Catarina, mi cuñada portuguesa y a quien debo las hermosas fotos que verán, que en colegios y universidades de todo su país, la lectura de Pessoa es obligatoria. Lo aman. Lo admiran. Pués sólo conociendo y preservando una obra, se puede estar orgullosos de la misma. Pessoa es de Portugal, pero también del mundo.

Les dejo unos versos de "El Guardador de Rebaños" de Alberto Caeiro (heterónimo de Pessoa)

Mi mirada es nítida como un girasol
Tengo la costumbre de ir por los caminos
mirando a la derecha y a la izquierda
y de vez en cuando mirando para atrás...
Y lo que veo a cada instante
e slo que nunca he visto antes,
y me doy muy bien cuenta de ello...
Sé sentir el pasmo esencial
que siente un niño si, al nacer
de veras reparase en que nacía...
Me siento nacido a cada instante
a la eterna novedad del Mundo...
**************

























lunes, 9 de febrero de 2009

Mujer alterada

"Cualquier mujer con talento, nacida en el siglo dieciséis, se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado o se hubiera ido a vivir a las afueras del pueblo señalada de bruja..." Virginia Woolf

Los años se apilan, cronológica e irremediablemente. Cuando tenía cinco, esperaba la torta de chocolate desbordante de fudge. Cuando cumplí trece, pasé mi primer cumpleaños aprendiendo a lidiar con lo apretado del sotén. Cuando cumplí quince, doblé de un solo argumento la ilusión de mi mamá y su fiesta rosa. Cuando cumplí dieciocho, aprendí a convivir con mi plástico turquesa y la foto donde salí espantosa. Cuando ingresé a la segunda década, dejé atrás mi idea de ser monja clarisa y viví lo mejor que pude mis depresiones y violencia interna, que ademas de todo lo antipático que pudo resultar, me enseñó entre otras cosas, a vivir intensamente también lo que no soy.
Hoy, cumplo años. Tengo diez kilos más que hace ocho años (que son bastantes si están mal distribuidos, ja). Tengo veinte tonos de piel en mi cuerpo, por el sol. Tengo líneas de expresión en el ceño y la comisura de los labios. Soy feliz. No me he casado. No soy monja. No soy bruja...¿o si?

lunes, 2 de febrero de 2009

LLUEVE EN LA CALLE JULIACA

Calle Juliaca (Foto: Lombrad)
La calle que alberga miseria y explotación, en un crisol de ignorancia, pero donde también, parece haber esperanza.

Ella no me dijo su nombre, pero yo le dije el mío. Intenté aplacar su sorpresa al ver, que quien entró, era una mujer.

―No quiero nada raro, sólo quiero conversar contigo, ¿se puede?
―¿Ya habló con la señora?
―Bueno, ya le pagué, pero no te pongas nerviosa. Además te voy a dar algo aparte para ti. Sólo quiero conversar.

Hacía buen rato que la lluvia cesó y ahora el granizo daba golpecitos en el vidrio, como llamándonos. Ella me hablaba en cuclillas junto al caño, en el rincón asqueroso que tenía la habitación para asearse. Un hoyo en el piso servía de silo y el caño oxidado no paraba de gotear. Era una joven delgada, de unos 16 años, el rostro cobrizo y redondo, los labios manchados de rojo y los ojos apagados, que me miraban con desconfianza, mientras vaciaba la batea llena de agua fría con la que se había lavado el sexo.
A pesar de los ajetreos por los que había llevado su cuerpo, aún guardaba un poco de pudor de mujer serrana. Había en ella un aire de adolescente anciana sostenido por su explotación.


―¿Es de acá? ―me dijo
―No, soy de Trujillo.
―¿Y porque vino?, solo hombres vienen a esta calle.

Hablaba bajito con su voz melodiosa y aguda. Se levantó y se sentó sobre las mantas que cubrían el catre, mientras observaba cómo el charco de agua iba desapareciendo poco a poco en el piso de tierra, hasta que solo quedó una mancha cobriza.

―¿Y tú, eres de acá?
―No, mi pueblo queda a siete horas de aquí.

Me contó que tenía nueve hermanos, que no veía desde que murió su madre, a quien su su padre mató a golpes. El día que la trajeron a la ciudad, llovía y casi no podía ver a su alrededor. La arrastraron por la calle resbalosa, llena de avisos y mujeres de faldas anchas que vendían bajo toldos de plástico. Cuando se detuvieron frente a uno de los avisos, en una cantina pestilente y bulliciosa, ella supo que habían llegado a su destino. Tenía frío y la ropa empapada.

―¿Piensas quedarte aquí siempre?
―Mi padre me dijo que no volviera al pueblo, que haga mi vida aquí. Yo no sé leer, señorita y aquí una chica me enseñó a escribir un poco. Ya sé escribir mi nombre.
―Eres muy joven. Puedes hacer muchas cosas, si tú quieres.
―Sí señorita. Lo poco que me pagan aquí lo guardo, porque quiero ir a vivir a Lima.
―¿Tienes a alguien en Lima?
―Una chica de aquí, que es mi amiga, tiene su mamá allá y me ha dicho para ir a verla. Tiene su tienda y nos dará trabajo.
―Entonces, hazlo.


Imaginé la lluvia rodando por la calle, convirtiéndose en un lodo apestoso por la basura y la tierra. Todo rodando por la calle Juliaca, estrecha, llena de toldos y locales luminosos. Las mujeres ambulantes corriendo por el mercado, tambaleando sus faldas multicolores, buscando a sus hijos en medio de la gente, para regresar a casa.

Casa. Madre. Padre. Cena. Olvidar antiguos rostros, sabores, olores que permanecían en su mente no era fácil. Porque ella había tenido una cama en algún pueblo y una familia, pero ahora, nada. Como si el viento y la lluvia hubiesen arrasado con todo lo que le pertenecía y hubiese aparecido un día allí, esperando en la noche, sentada en un catre después de prender la lámpara y tener hambre, de lavarse el sexo y haberse tapado mucho con la manta para que esos hombres horribles no la vean desnuda.
Ella rodando con su plato de sopa calle abajo, como la lluvia, buscando la falda colorida de su madre para tomar su mano y volver a casa. Pero sólo quedo ella, intentando escapar de su orfandad, y del hambre, encontrando sólo la puerta de este lugar.


―Yo quiero ser otra cosa, señorita.
―Prometelo, a ti y a tu madre.

Alguien tocó la puerta. Mi turno terminó y debo salir.

―Cuídate y gracias por tu tiempo

Me acerqué, le tomé la mano y se la dejé agarrotada sosteniendo los billetes que le ofrecí. Fingí no verla, pero lo hice de reojo. Salí por la puerta de lata oxidada y atravesé el sucio pasillo hacia la calle. Granizaba aún y caminé casi sin poder ver nada, pero recordando su sonrisa de despedida.